La apuesta

29 octubre 2009 a las 13:16 | Publicado en Relatos-poemas | 4 comentarios

(Homenaje  a Don Juan Tenorio de José Zorrilla)

Javier Carrasco

 A veces las cosas aparentan algo muy distinto a lo que realmente son. Quizá el sabio Descartes llevaba razón cuando hablaba de la existencia de un demiurgo burlón que no cesa de poner zancadillas y confundir los sentidos de los desenfocadasinocentes humanos: ¿Quién no ha sufrido alguna vez el engaño de buscar la billetera para pagar algo que se ha comprado y descubrir que no la lleva consigo a pesar de estar seguro de haberla cogido al salir de casa?, o ¿quién no ha tenido la certeza  de estar presenciando una escena ya vivida anteriormente en la que todo se repite al detalle?. Situaciones como éstas siempre me han hecho reflexionar, tal vez porque en ellas el límite entre lo real y lo imaginario se difumina confusamente, como si estuviésemos soñando despiertos, moviéndonos así en un terreno escurridizo donde no todo parece estar definitivamente fijado. Por eso, no dejo de pensar en lo ocurrido no hace mucho a un querido amigo  amante de los placeres de la vida, del juego y de  la noche.

 

  Acostumbraba a apuntarse a las juergas de última hora, cuando ya todos los bares y tabernas del pueblo habían cerrado, así pues, una noche se vio viajando en un coche, acompañado de sus camaradas de jolgorio, entre vozarrones, risotadas nerviosas y humo asfixiante de cigarrillos. La suerte estaba echada. Sólo  lamentaba dos cosas: la noche de perros que hacía y la bocaza tan grande que tenía. “¿Por qué no me habría metido la lengua en …?” pensaba para sus adentros, al tiempo que sus acompañantes,  bromeaban y contaban absurdas historias de miedo que mas bien movían a la risa, pues se habían empeñado en asustar al valiente apostante  y hacerle arrojar la toalla. Mi amigo se reía y pensaba que aquellas patrañas no asustarían ni a un niño de cuatro años, al tiempo que se decía para sí que jamás volvería a decir una fantasmada.

 

  El coche se detuvo junto a la última farola del alumbrado público. Más allá  se cernía una oscuridad devoradora. Decastle allí arrancaba el camino de acceso al conjunto histórico-monumental que coronaba al pueblo, donde aún se encontraban las ruinas de la antigua alcazaba y la iglesia –fortaleza que los cristianos construyeron en su avance hacia el reino de Granada. En medio, semienterrados, se hallaban los restos de un antiquísimo cementerio que los lugareños databan “ de la época de los moros”. Mi amigo, siempre tan sarcástico comenzó a silbar la melodía de “Noche en el monte pelado” y sin mediar palabra se adentró en la negritud de la noche, desapareciendo como engullido por las fauces de un dragón.

 

  Comenzó a caminar cuesta arriba al tiempo que pudo oír los últimos sonidos de la civilización; sus amigos ponían el coche en marcha y daban la media vuelta. El bramido del motor se fue perdiendo poco a poco hasta que el más absoluto silencio irrumpió en sus oídos. Estaba completamente solo. Hacía frío y la visibilidad no era muy buena. Una invisible y fina lluvia pinchaba su rostro como si fueran finísimas agujas, impidiéndole ver más allá de sus propias narices.

 

  De repente, sin previo aviso, emergió de la pez la inmensa mole de un gigante sin cabeza: la torre de la casi inexistente alcazaba que a tantos vendavales había resistido. Se estremeció un poco al pasar junto a su cara oeste y recordar los impactos  de cuando su muro era utilizado como paredón de fusilamiento en guerras fratricidas. Debía proseguir su camino y acceder al lugar donde en otro tiempo se encontraba el patio de armas.

 

  El viento del norte comenzó a rugir y la lluvia respondió aumentando su fuerza. El chapoteo de mil y una gotas se expandía alrededor de él al tiempo que un mágico espectáculo se abría ante sus atónitos ojos. Las nubes bajas ascendían por el valle corriendo un velo de blanco espectral allí por donde pasaba, envolviendo a la pequeña ciudad en una espesa niebla, como si aquélla, adormecida por el sopor del sueño, se recostara perezosamente sobre ingrávidos almohadones.

 

 scary-cemetary-at-night Hechizado, hubiese permanecido allí durante horas  contemplado el efecto producido por las luces difuminadas del alumbrado eléctrico y aquella inquietante atmósfera onírica sacada de alguna vieja película de terror. Pero debía continuar y abrirse paso hacia las ruinas del cementerio. Para ello, se introdujo en un espacioso agujero practicado en una de las gruesas murallas. Ahí habían reposado durante siglos los ancestros del lugar, hasta que el recinto se había quedado pequeño y las autoridades locales habían decidido trasladarlo a un lugar más grande y con mejores accesos, en demanda de las nuevas necesidades.

 

  Llegó entonces el momento culminante de aquella descabellada aventura. Sacó del bolsillo de su gabardina una pequeña linterna y comenzó a rastrear el suelo. Le vino a la memoria aquellos momentos de su infancia en las noches de verano en las que los chicos del pueblo se entretenían buscando caracoles. Qué deliciosos los preparaba su abuela. Tan ricos le salían que le hacía a uno olvidar el asqueroso aspecto de aquellos gasterópodos. Pero no era eso lo que ahora buscaba. Dirigía el vacilante haz de luz hacia las piedras y trozos de lápida  que yacían en el suelo. Buscaba alguna inscripción.

 

  El viento soplaba ahora con ímpetu, y arrancaba de las desnudas ramas de los vetustos olmos de la iglesia-fortaleza lúgubres notas sostenidas, como si proviniesen de algún misterioso órgano oculto a sus ojos.  De nuevo se estremeció. Sus pies tropezaron con algo duro y plano. Se inclinó un poco hacia adelante  y fijó su mirada en aquel trozo de mármol carcomido por el musgo y la humedad. Intentó arrancarlo del suelo pero, a pesar de estar encharcado,  no cedía. Se ayudó de la punta de su bota hasta que consiguió despegarlo. Parecía como si la misma tierra estuviera impidiendo que el trozo de  lápida abandonase aquel sórdido paraje. Lo tomó entonces en sus manos y sus dedos le delataron que había algo escrito. En efecto, parecía estar escrito en latín. Al tacto podía leerse “OBIIT”. Lo había conseguido. No había pues que demorarse, pues sus acompañantes ya le estarían esperando al otro lado del cerro, tal vez pensando que su pequeña aventura había resultado fallida por no haber tenido las suficientes agallas y  de este modo perder la apuesta. Ya le parecía oír la algarabía en la oscuridad lejana.

 

  Se dirigió entonces al pasadizo que discurría entre el muro sur de la iglesia y el panteón donde descansaban los restos the-bone-pilede la desaparecida familia nobiliaria a la que una vez el rey entregara la ciudad y las tierras adyacentes. Eso en justo pago por los servicios prestados en la lucha contra el infiel. Por último, giró a la izquierda y tomó la carretera que discurre entre el viejo templo y un convento de construcción posterior.

 

  Alcanzó el muro norte, donde se alza un misterioso torreón  rematado por una cúpula cónica   en cuyo interior hay una escalera de caracol por la que nadie se atrevía a pasar. En el muro exterior del torreón se abrían tres finísimas saeteras de donde brotaba una débil luz mortecina, fantasmagórica, que produjo en él una extraña sensación, mitad sorpresa, mitad fascinación. ¿Qué estaba ocurriendo allí?, ¿Acaso la vieja iglesia no estaba abandonada y cerrada al culto hacía ya décadas?, ¿Quién o quiénes podían encontrarse allí a altas horas de la madrugada y con aquellas deplorables condiciones meteorológicas?. Alguien tan loco como yo –pensó cansado y algo mareado- Quizá se estuviese celebrando algún servicio religioso desconocido para el .

 

  Movido por la curiosidad, avanzó en dirección al pórtico de la iglesia, muy cercano al torreón. Entonces por primera vez percibió como se le había erizado el vello. Por el pórtico de la iglesia vio como salía una singular comitiva procesional encabezada por un portador de crucifijo.  Al pronto podía aquello pasar por un ensayo de procesión de Semana Santa, de no haber sido por la doble hilera de lo que parecían ser monjes ataviados con oscuros hábitos de tela tosca y encapuchados. Avanzando muy lentamente y en paralelo, sus pies no parecían tocar tierra;  él, ahora presa de un terror sin límites, descubrió que se encontraba en medio de la doble hilera de monjes… que portaban enormes espadones al cinto…  ¿Qué farsa era ésa?, ¿Hasta cuándo iba a durar? Quiso gritar pero tan sólo pudo arrancar un sonido mudo, gutural, de su seca y áspera garganta. Era increíble. A él, que no temía a nada ni a nadie, que siempre se había mofado del peligro y del destino, el miedo le había hecho enmudecer. Su afamado valor y arrojo se habían esfumado no sabía muy bien cómo. Lo cierto es que le faltaron ánimos para alzar la vista y mirar fijamente a los rostros embozados en los capuchones de aquellas espectrales figuras. No dudó pues en acelerar el paso y poner tierra por medio lo antes posible.

 santacompa%C3%B1a

Mas, cuando ya había rebasado al portador del crucifijo y la espeluznante procesión quedaba ya fuera de su campo de visión   -no puedo olvidar la lividez de su rostro cuando relataba esta escena-, notó el escalofriante tacto de una pesada y huesuda mano que le asía del hombro al tiempo que, petrificado por el terror, le pareció oír el sonido de algo que no era humano, algo que se escapaba a sus razonamientos y que se confundía con la noche de los tiempos, algo que, indudablemente se dirigía a él…

 

                                            “FRATER, QUID EGIS IBI?”

 

  Estos sonidos aguijonearon sus oídos como afilados cuchillos, provocándole una mezcla de náuseas y vértigo que le empujaban a una infinita negritud tan hueca y vacía como la nada…

 

    … Despertó de un sueño inquieto a los dos días de su ingreso en el hospital. Tras los primeros instantes de aturdimiento y desasosiego propios de su estado,  comenzó por darse cuenta de que estaba en una habitación que no era la suya, aunque la nívea blancura de las sábanas y de todo cuanto le rodeaba le hicieron comprender que se trataba de un sanatorio. El primer rostro que reconoció fue el de su hermano, un hombre afable, algo mayor que él, que le sonreía y le saludaba como si estuviera en la ventanilla de algún tren o autobús. ¿Qué hago aquí? ¿Y vosotros, por qué estáis aquí? Fue lo primero que balbuceó aún bajo los efectos de los tranquilizantes. Su hermano, al igual que otros parientes presentes, le recriminaron que todo aquello había sido el resultado de otra de sus tan frecuentes correrías nocturnas. Que a ver cuándo iba a sentar cabeza y otras cosas por el estilo. Su hermano comentó que unos empleados municipales lo habían encontrado junto a la iglesia del cerro, tumbado sin sentido junto a los rosales, donde se había enganchado su gabardina hecha jirones.

 

  Lo que acababa de oír le hizo recobrar la memoria de un golpe. Sintió que se le helaba el alma y su tez palideció durante unos segundos. Sin decir nada a nadie pensó… Qué estúpido fui, me dejé asustar por unos simples matojos. Voy a tener que enmendarme definitivamente…

 

  Aquella misma tarde recibió el alta. Un celador le trajo el resto de la ropa que traía cuando había sido ingresado. Mi 53383amigo se sentía feliz y quizá un poco preocupado. Debía tener más cuidado. Ya no era un mozalbete. Se quitó el pijama prestado y se enfundó sus vaqueros. Al ponérselos notó un escalofrío en el muslo derecho. Tras vacilar unos segundos, introdujo su mano temblorosa en el bolsillo. Un sudor helado le recorría la frente. Todavía hoy se cuestiona quién introdujo allí ese medallón carcomido y oxidado donde se adivina la Cruz de la Orden de los Templarios.

Crea un blog o un sitio web gratuitos con WordPress.com.
Entries y comentarios feeds.